dilluns, 24 de maig del 2010

Je suis desolé






Text: Alain Laiseka

JE suis desolé. Pero completamente, además. ¿Las piernas? No, ya no me duelen. ¿Las rodillas? No, el dolor se va mitigando poco a poco. ¿El culo? ¿los hombros?, ¿las plantas de los pies?, ¿alguna rozadura? Que no, nada de eso. Hoy soy persona, pues camino, porque no he tocado la bicicleta, que va metida en su estuche como un Stradivarius, cuidadosamente apoyada en un rincón de este tren que corre como el demonio. En cinco horas baja de París a Irun. Así que en lugar de ventanas, en el TGV, que así se llama el vehículo, hay una exposición de paisajes difuminados que subliman el verde de los campos, el amarillo de las flores, el morado de la lavanda, el marrón de la tierra yerma. Cinco horas. Me he metido en un reproductor de vídeo de los antiguos que rebobina la película a toda velocidad. Cinco horas y la aventura, seis días desde Euskal Herria a París, estará deshecha. En el principio. Por eso estoy desolé.

Reconozco que es una visión apocalíptica. También contradictoria. Ahora echo de menos lo que hace apenas unas horas deseaba: bajarme de la bicicleta, volver a casa. Debe ser cierto que siempre queremos lo que no tenemos.

Gonzalo Melero, el pariente de Vicente Blanco que se reconoce aliviado y henchido en el orgullo tras rendir tributo a su tío bisabuelo, tiene una teoría sobre los retos. Dice que tienen vida. Una vida en tres etapas. La primera es su preparación, que requiere una entrega mental importante y es un ejercicio de paciencia y dedicación sublime; la segunda es el disfrute y padecimiento del reto, y la tercera tiene que ver con el recuerdo, con el rastro que queda en la memoria. Sostiene Melero, que lo mismo escala montañas, que las desciende en snow, o hace rutas en bicicleta, que los retos son eternos porque nunca se olvidan. Éste, el que consistía en seguir las huellas de El Cojo hasta París un siglo después de su gesta, es imborrable para Gonzalo, que viaja a mi lado hacia Bilbao y ha cerrado los ojos ocultos tras los espejos de sus gafas Adidas.

Quizá esté soñando. Y quizás lo haga con que todo vuelve a empezar. Con que en realidad no hemos partido aún. A lo mejor no sabe que recorrimos la costa vasca de punta a punta en un lunes brillante, pleno de luz, que vimos extinguirse poco a poco desde la atalaya de Jaizkibel. O que anduvimos por Las Landas malencarados, golpeados por el viento de cara y azotados por la monotonía. O que nos perdimos en Burdeos, donde se nos echó la noche encima porque al maldito GPS se le cruzaron los cables y tuvo que ser Óscar, una brújula vestido de ciclista, el que nos llevara hasta la autocaravana en la más absoluta penumbra. Puede ser que sueñe que aún está por dejar atrás los viñedos que cubren la tierra en Burdeos. O que quizás encontremos en el camino un bar con solera donde comer queso y pan e hidratarse y escuchar las historias que cuentan sus paredes. O que en la aventura puede que el físico se resienta, que fallen las rodillas, los tendones, las rozaduras se conviertan en un martirio, y las piernas se descubran débiles en el peor momento. ¿Recordará en sueños los campos, el olor a hierba recién cortada, el aire lleno de lavanda, las flores, su color? ¿Y las noches en torno a la mesa de la autocaravana? ¿Y el regreso de El Cojo a París? La visita a L"Equipe, la pancarta a los pies de la Torre Eiffel y aquel gritó ensordecedor: "Ahora sí, El Cojo ha vuelto a París". ¡Qué experiencia tan alucinante!

Por la ventana siguen pasando la exposición de paisajes difuminados. Óscar, Dani y Bruno deben estar ya cerca de Tolouse, camino de Puigcerdá, de casa. En unas horas esté tren desembarcará en Euskadi. La cinta estará rebobinada. La sacaremos, la meteremos en su caja y al archivo. ¡Qué pena! Je suis desolé. Volver a casa, volver al trabajo en la redacción.
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El Cojo ya está en París



Text : Alain Laiseka

PASAN unos minutos de las 17.00 horas. Suda París, hierve la Torre Eiffel, su perímetro, que es un enjambre. Hay unos chicos bailando break dance junto a una de las patas de hierro. Han llamado la atención y creado un corro de entusiastas que mueven la cadera en el filo de la timidez. Los chicos bailan sobre una sábana. Al abrigo de otra pata hay un mimo triste que no se mueve. Nadie le da cuerda. A sus pies, su sábana está vacía. Es un mimo que aspira a estatua. En el centro revolotean como palomas los vendedores ambulantes. Ofrecen recuerdos de los que acaban olvidados en alguna caja del trastero. Bajo la mole de hierro cabe todo: la gente paciente haciendo cola, los soldados de paseo, los amantes apretujados sobre el césped, un tiovivo de caballitos autómatas, una heladería que reparte tiritas contra el calor y, al fondo, lejos del barullo, cuatro tipos en bicicleta. Uno es Gonzalo Melero Blanco, el sobrino biznieto de Vicente Blanco, que desprende la cinta aislante, comienza a desenroscar una pancarta y cuando finaliza y muestra la fotografía de su pariente en bicicleta exhala un suspiro que libera una frase que lleva dos años, desde que se propuso homenajear a El Cojo en el centenario de su gesta, esperando ser dicha: "Ahora sí, El Cojo ya está en París".

El instante es de un voltaje enorme. Intenso es el apretón de manos; intenso, el abrazo; intensa, la exaltación a la sombra de la Torre Eiffel; intenso, el sentimiento que puede más que el dolor de la rodilla, de las piernas, de cualquier músculo; intensa, la garganta de Gonzalo, que tiembla dando las gracias por el viaje, la aventura, por acompañarle a seguir la huella de su tío bisabuelo, mientras se seca con las mangas el sudor que recorre sus mejillas. Es el final del camino. ¿Final? "No", dice Dani, y su sentencia es una erupción emocional: "Este viaje no acabará nunca porque lo recordaremos siempre". Así de intenso es el momento que condensa un siglo. Que une dos días. Que los funde.

Así que ya no es 22 ni mayo ni 2010, sino 2, julio y 1910. Sigue haciendo calor, la Torre Eiffel está en el mismo lugar, como el tiovivo y los enamorados que pasean comedida su pasión. Pero no hay bailarines ni pájaros de plástico ni figuritas que olvidar en el trastero. París es el eje de Europa. Estudio de artistas que desvarían. Cuna de lo transgresor. Meca de unos tipos que cada año desde 1903 parten en bicicleta para dar la vuelta a Francia, al encuentro de la muerte, dicen ellos. "¿Por qué lo hacéis?", les preguntan entonces. No responden. Sonríen y dan pedales. Hacia la muerte. Todos les tienen por locos. ¿Acaso no lo son? ¿Valientes? Pues eso. A ese París llega el 2 de julio un tipo demacrado, en ruinas, un saco de huesos que arrastra un trozo de hierro que pareciera que alguna vez fue una bicicleta. Es Vicente Blanco, El Cojo, que pedalea desde Bilbao a la capital gala para correr el Tour de Francia. Llega un día antes. Tiene prisa. Se tiene que inscribir en la redacción del diario L"Auto. ¿Dónde está eso? Mira el amasijo de tubos que porta y decide ir a la fábrica de bicicletas Alcyon. Allí encuentra lo que necesita: un amigo. Es Joaquín Rubio, un español que trabaja en la empresa, que le alimenta, le deja una bicicleta y le acompaña a coger su dorsal: el 55. Es un issolé. Ciclistas que corren desnudos. El sello de la aventura. Al día siguiente sale hacia Roubaix, 272 kilómetros entre el polvo que desprenden los caminos de piedra.

Para, para, para. ¿Cómo que al día siguiente sale? ¿A correr? ¿En bicicleta? ¿Pero cómo? No me lo explico. Si a mí me duelen hasta las pestañas, si los últimos 30 kilómetros, planos todos, muchos en ciudad, los he hecho reptando, con las rodillas colgando y las piernas temblando. No he respirado, no he dicho ya está, llegamos, c"est finí, hasta que hemos encontrado la redacción de L"Equipe, ha bajado Barbara, redactora de deportes, un encanto, y Gonzalo le ha entregado el libro con las memorias de El Cojo. Finalizó la miseria. Lo celebramos a lo grande: en Pronto Pizza, un garito de cuatro metros cuadrados. Cogemos cuatro pizzas con todo. Dos son de regalo. Dani, Gonzalo y yo comemos; Óscar engulle. Dos kilos de pasta al estómago. "¿No queréis postre, verdad?". Se jama dos mousse de chocolate, el tío.

Acabamos aceptando que El Cojo corrió aquella etapa. Eran otros tiempos. Eran otros ciclistas. Corrió y llegó fuera de control. "No se puede con esas bestias bien alimentadas", esgrimió. Óscar, por ejemplo, no tendría disculpa. "¿Pero cómo volvió?". Siguen las preguntas. Ahora es Dani. Los hombros se encogen. Las miradas no tienen garganta. Vamos los cuatro en el tren de vuelta al camping. No hay fuerza para más. Ni ánimo. La última traca fue aquel momento intenso de la Torre Eiffel. Va cayendo la tarde. Gonzalo ha llamado a su aitite, Jesús, el sobrino de El Cojo que pregonaba siempre que su tío había sido un gran campeón. "Ya hemos llegado a París". "Muchísimas gracias". Aitite, al otro lado, se ha emocionado. Hay cosas que no hace falta escuchar. Lo cuenta todo el rostro de su nieto.

¿Cómo haría para correr aquella etapa del Tour después del palizón y volver luego a casa con la bicicleta destrozada? La mía está bien. Se ha portado. Sólo tiene una herida en la maneta derecha de una pequeña caída el cuarto día. Nada más. Yo soy un saco de escombros que mira las casas pasar por la ventanilla del tren. Pienso en El Cojo. ¿De qué pasta estaba hecho? Ni loco correría mañana una etapa. Ni del Tour ni de nada. Me piro a Bilbao. ¿En bici? Sí, hombre.
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Los Tenebrosos


Text: Alain Laiseka

SELLES-SUR-CHER. A la hora en la que en Francia la calle la gobiernan las golondrinas y su trasiego, cualquier día a partir de las siete, un fiestón continuo, Gonzalo Melero, el sobrino biznieto de El Cojo, recuerda su idea inicial. "Yo lo que quería era hacer el viaje vestidos con una réplica del maillot de la Federación Atlética Vizcaina con el que salió Vicente de París en el Tour de 1910. Y en la espalda, el dorsal 55 y la inscripción de Issolé. Pero… No ha podido ser". Los issolé eran los ciclistas que corrían sin equipo, los chavales valientes que describía el periodista de Le Petit Parisien Albert Londres, aquellos que no tenían tripas pero que hacían de tripas corazón, chicos que corrían sin nada, sin compañeros, sin entrenador, sin comida, que lloraban como niños en meta tras gastar el día pedaleando contra el cierre de control y llegar en plena oscuridad para estampar su firma de sudor y sangre en el papel de los implacables jueces, seres sin alma que se divertían robándolas. Por eso, en los primeros Tours, a esos ciclistas les llamaban Los Tenebrosos. Eran los hombres de la noche.

Como nosotros. Porque no hay manera de llegar a la autocaravana que custodia Bruno antes de que anochezca. Si no es por el kilometraje excesivo de algún día, es porque el GPS se vuelve loco, o porque nos ponemos a sacar postales en los campos rebosantes de flores, o porque… Ayer también. De noche a Selles-Sur-Cher. Sin luz. Tenebrosos.

He de admitir que la culpa fue mía. Me falló la mecánica porque el tío enano que la víspera estaba con un martillo colgando cuadros en las paredes de mi rodilla se radicalizó y cambió el arcaico golpe en seco por un taladro. Aquello dolía como el demonio. Así que en el segundo repecho -en el primero tiré de clase, de clase obrera, sudor y lágrimas- del cuarto día, apenas 5 kilómetros, 247 por delante, era un gusano.

Quiero decir que me arrastraba. Imposible seguir así. ¿Qué hacían los valientes ciclistas que escribieron las primeras páginas de la historia de este bello deporte cuando algo así les ocurría? Ni idea, pero yo me he parado en un pueblo, he parado a una señora que venía del mercado con la bolsa de la compra y le he preguntado: "¿La farmací?". Todo recto y a la izquierda. Pues arrea.

MALDITO TALADRO Algo para el dolor en las articulaciones de la rodilla, de las dos rodillas. Y que sea fuerte. Ahora, eso hay que explicárselo a la farmacéutica, que me mira como las vacas al tren cuando entro, le digo algo que ni yo comprendo y le señalo la fuente del dolor. Silencio. La chica me olvida y prefiere prestar atención a Dani y Óscar, francoparlantes, o eso creo porque la gente les entiende. Le explican. Bien. Ya sonrío. Te vas a meter el taladro… Espera, espera. Algo no marcha porque sobre el cristal del mostrador está a punto de caer una caja de Nurofén. ¿Cómo? No, no. Piu forte que con eso ni siquiera distraigo al tipo del taladro. ¿Que no puede ser? ¿Que hace falta la preinscripción de un médico? Dani los explica: Bilbao-París, tropecientos kilómetros, el homenaje… Haga una excepción, mujer. La chica me mira de nuevo de arriba abajo -yo sigo señalando la rodilla por si acaso no ha quedado claro- y finalmente dice "trevian". Que sí, vamos. Debo de tener una pinta de poeta arruinado terrible.

Las pastillas me han calmado el dolor. Al menos he dejado de ser un gusano. Aunque sigo arrastrado y la mañana la cruzo a rueda de Dani, Óscar y Gonzalo, que son bestias. Así que el viento ni me roza. 130 kilómetros preciosos, por el paisaje, por los rincones medievales, los molinos con sus ruedas, los castillos y los palacios. "Es la etapa más bonita", coinciden todos. También la más corta, porque por culpa del tipo del taladro que nos ha retrasado la hemos mutilado. En lugar de 252, fueron 140, que luego iban a ser 160 y acabaron siendo 190. Es igual, llegamos de noche, como todos los días. Como aquellos ciclistas. Como Los Tenebrosos.
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Pan y queso en Le Celtix



Text: Alain Laiseka

LE VIGEANT. Le Celtix es un bar en el desierto de bosques, prados y colinas que sustituyen, más al norte, a los rectilíneos viñedos de Burdeos. Es un bar, pero podría ser una caverna, por oscuro, por añejo… Tiene solera Le Celtix. Vende desahogos que caben en vasos si la pena es liviana; en botellas si es abrupta. También tabaco, periódicos, revistas, películas de tono mayor y, por una puerta estrecha, se conecta con un supermercado donde las cosas, más que estar colocadas con algún orden, se apilan. En Le Celtix las paredes cuentan historias de fútbol. De cuando la Francia de Platiní fue campeona de Europa en 1984, de cuando el equipo galo se colgó el oro olímpico en Los Ángeles ese mismo año y, un guiño al ciclismo, de cuando Bernard Hinault se retiró siendo segundo en el Tour de 1986. “Bravo. Merci”, dice el cuadro en el que se ve al bretón escalar, de amarillo, un puerto.

Es el tributo de Le Celtix alTejón. Uno cierra los ojos en Le Celtix y se transporta. Entonces, Gonzalo, Dani yÓscar, no son ellos, los amigos que corren hacia París para homenajear a El Cojo cuando se cumple un siglo de su histórica participación en el Tour, sino ciclistas como él. Viejos. De aquella época. De cuando el avituallamiento se hacía en los bares.

Decuando los grandes campeones se paraban, se sentaban a la mesa a comer y los aficionados les miraban ojipláticos desde las ventanas la manera voraz en la que engullían antes de salir zingando a la historia.

ALGO DE COMER En Le Celtix reposamos cuando languidece el día.

Algo de beber, pan, queso… Bebo y como pero no degusto. Podría tragar alfalfa y petróleo. Ni siento ni padezco. Simplemente estoy. Es un estado de automatismo existencial. Una muerte en vida o algo así. Yo sé dónde me mataron. Fue a 75 kilómetros de Avaies Lumouzin, donde reposaba el hogar, el motorhome. En un repecho, uno de tantos que aguijonean mis pobres piernillas a diario.

Yo iba contando las líneas blancas de la carretera, que es lo poco que les puedo contar del paisaje de esta zona de Francia aparte de que, a veces, hayamapolas que se asoman al asfalto y bailan con el viento. El viento pegaba de cara, mi cuerpo rayaba el límite, los músculos se ensanchaban, el corazón se desconectaba ya, el pecho echaba humo… Y se me ocurrió levantar la vista para comprobar si el martirio, la maldita cuesta, tenía fin. Moría a lo lejos. Pero literalmente lo de morir, pues terminaba junto auncementerio.Buen lugar para desfallecer. Así que reventé.

Completamente. Se pasó el dolor, las asfixia, la sensación de que las venas van a explotar.Ahora sólo doy pedales. A rueda de Óscar y Dani.

En el Tour de 1924 Alavoine había llegado tercero a la meta de Niza, novena etapa, y yacía en medio de la calle, agotado, interrumpiendo el tráfico. Así que se le acercó un sargento de la policía y le dijo que se moviese, que venga, que rápido, que circulase. Alavoine apenas le miró, sacó un cuchillo de las alforjas de la bicicleta y se lo tendió: “¡Bien, abuelo, máteme ahora mismo!”. Había superado el límite del dolor. Le puedo llegar a comprender.

Amí los dolores semeapilan como las capas de una cebolla.Me han dolido las piernas, el culo, los brazos, las muñecas, el dedo gordo de la mano derecha donde me ha salido una ampolla, pero ahora todos esos están en silencio ahora porque las rodillas han tomado protagonismo estelar.

Mandan ellas. Y crujen como un demonio, como si hubiera un tipo dentro pegando martillazos. Pero es sólo cuando monto en bici. En Le Celtix no siento nada. Pienso en los ciclistas que entraban con sus pieles de polvo o barro y comían como desesperados. Y como queso y pan y bebo Coca-Cola. ¿Dónde está el bar? Ni idea, sólo sé que era un lugar al que se llegaba por una carretera estrecha que no tenía pintadas las rayas del arcén.
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Perdidos en la noche




Text: Alain Laiseka

BURDEOS. Serían las 20.00 horas. Entonces, no sé si Óscar, no sé si Dani, no sé si Gonzalo, o quizás yo, porque las ideas se me tropiezan, ha dicho: "Vamos a la catedral a hacer una foto chula". Y allá hemos ido. Estábamos en Burdeos, ciudad preciosa al caer la tarde. Un alivio porque la ruta por Las Landas resultó ser un martirio, por tediosa. 185 kilómetros de viento en contra. 185 kilómetros rectos. Entre abetales y la canción de las cigarras. Qué lata. Pero pasó. Llegamos a Burdeos. Y posamos frente a la catedral. "sibluplé madmuasel". Y click. Perfecto. Ya está, al camping, duchita, cena y a la cuna. Así debió haber sido.

Pero no. En las tediosas rectas de Las Landas, Gonzalo ha pensado en voz alta cómo pudo hacer El Cojo para llegar hasta París sin conocer las carreteras ni hablar ni pizca de francés. Preguntando. ¿Cómo si no? Ahora no hace falta. Para eso está el GPS, que desde la catedral indica unos ocho kilómetros hasta el camping. Todo recto para abajo por la Rue Richelieu. Ahí mismo a 50 metros. A 40. 30, 20, 10. A la derecha. ¿Por el muro? Resetea, resetea. Vuelta para atrás. Por dirección prohibida. Por los raíles del tranvía. Venga, por ésta. Todo a la izquierda. Aunque no sea la Richelieu esa. ¿Y el GPS? Espera que está pensando. Y mientras, cae la noche lentamente.

Ya pilla señal. "Para abajo, 900 metros y a la izquierda", indica Óscar, la voz del cacharro. Lo hacemos. Izquierda y todo recto por la orilla del río. Luego a la izquierda de nuevo. Y a la derecha. No, no, esa derecha no. Espera. Se ha ido la señal. Paramos. ¿Coge? Sí. "Aquella derecha. Vamos. Por el borde de la autopista". Ya casi es de noche. "Marca dos kilómetros". Pues venga. Dos más. Total. Me ruge el estómago. ¿Otra barrita? Ya no me entran más. Estoy saturado de cereales, pasas y virutas de chocolate seco. Pasamos por delante de un Buffalo Grill. Un pedazo de carne grasienta y una birrita… Salivo y me retiro las babas. Dos kilómetros y el camping no aparece. En su lugar, un puente, una réplica chica del Golden Gate. El GPS indica para abajo. "Por aquí, a 200 metros". Óscar. Buscamos. La noche es noche. Deambulamos por un barrio casi desierto. Preguntamos a una chica sonriente que nos indica. Para adelante y a la izquierda. Diez metros más allá, un tipo también nos ayuda. Para atrás, a la derecha. Estamos arreglados. El GPS calla.

Hay que cruzar el puente. Volvemos sobre nuestras huellas. Cruzamos. Ni rastro del camping. A preguntar de nuevo. "Monsieur, un camping por aquí -el dedo señala al suelo-". El señor pone cara de extrañeza. "No", dice. Óscar insiste. "Sí, sí, un camping por aquí". Que no. Un chico negro, altísimo, cuadrado, se muestra más comprensivo. Cruza los brazos y piensa. ¿Un camping? "Aquí no, pero sí al otro lado del puente". Vuelta para atrás. El GPS sigue a lo suyo. Ha acabado su jornada.

Ya son más de las diez. ¿Y Bruno? Debe de estar subiéndose por las paredes. Lo correcto sería llamarlo para tranquilizarle y que nos diga cómo llegamos al camping y al motorhome. Bien. ¿Un móvil? Silencio. Seguimos perdidos. E incomunicados. Vuelta atrás por el puente. Ahora con rumbo fijo: al lac de Bourdeaux. Lo ha dicho el chico alto y negro. A ratos no se ve nada, croan las ranas excitadas, canta algún grillo y entre las zarzas algo se mueve cuando pasamos. No pienses.

El lago aparece. ¿Cómo se puede perder algo tan grande? El GPS no reacciona. A preguntar de nuevo. "¿Le camping?". "Goui, goui". Y señala al otro lado. Salvados. Son casi las 23.00. Bruno resopla cuando nos ve llegar. "¿Qué pasó?". Se lo contamos con queso y un vaso de vino de Bourdeux, la ciudad por la que hemos estado deambulando dos horas.
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Hidratos, hidratos...




Text: Alain Laiseka

BILBAO. Yo tenía pensado narrarles el primer día de la travesía hacia París en el homenaje a El Cojo, como aquel trovador ironizaba, con palabras bonitas, en tonos menores. Miren, iba a descubrir el telón en la mañana de Bilbao, que entonces no olía a nada. A lunes. Insípido lunes de rostros plomizos, de tedio y gente de cascos humeantes y el humor tenebroso de los infelices. Y en esto que en las escaleras del Ayuntamiento se ha abierto un claro de luz. Un latido de irrefrenable sentimentalismo. El sobrino de Vicente Blanco, Jesús, 90 años, los ojos humedecidos cuando su nieto, Gonzalo Melero, ha desplegado la pancarta de inicio de la aventura. Y Jesús desbordado. Sólo dos palabras dijo, pero 20 veces: "Muchas gracias". Para qué más. Así partimos. Acongojados.

Les iba a contar, que un lunes al sol en bicicleta por Lea Artibai es una gozada impagable. Que tú corres por Munitibar, Aulesti, Gizaburuaga, donde huele a hierba fresca, a flores, y el alma se te ensancha. Que luego de un pedaleo celestial se desembarca en Lekeitio y aquello es el súmmum, porque el límite raya la mirada, brilla azul el mar, y el olfato se inyecta de salitre, un atracón que coloca, que embriaga, que maravilla. Y esa sensación perdura hasta Orio. 120 kilómetros, más o menos.

En el pueblo amarillo, les quería explicar, los pescados se asan a la vista de los hambrientos. Yo mismo. En el borde del desfallecimiento por inanición, barrenado el estómago. Y he pensado: ¿los ciclistas del Tour de antaño no entraban en los garitos, arramplaban con lo que pillaban y luego huían? El besugo y el rodaballo no eran para mi paladar, y, en su lugar, me he metido al cuerpo un batido energético de chocolate, espirales con aceite y orégano y arroz. "Hidratos, hidratos", dice Dani, preparador físico. Aunque el besuguito aquel… Bueno, ya pasó.

Les iba a descubrir la diferencia sideral entre ver, por ejemplo, una etapa en la tele o a pie de cuneta. Porque Óscar se ha empecinado en subir por la tarde Jaizkibel antes de llegar a Iparralde. Tenía fijación el chico. Y ahí que hemos ido. Resulta que en el rodillo de casa, no el clásico de tres rodillos, sino uno de esos tecnológico, tiene programada la ascensión. Se conoce cada metro. Pero claro, no es lo mismo. Es como comer un filete de textura de suela de alpargata. Es carne, pero... En un día despejado, desde esa atalaya esplendorosa en la que se otea el mar en una vista privilegiada, Óscar se ha quedado prendado. "Qué bonito", decía mientras tiraba fotos como si hubiese visto a CR9 liado con la Esteban. "Precioso". Todo esto me lo han contado. Yo venía detrás. A mi ritmo. Lento.

Todo eso les iba a contar, pero bien contado. ¿Qué pasó? Pues que hemos entrado en Iparralde, cruzado por entre la belleza de Getaria y Biarritz y entonces, las piernas me han dicho basta, el corazón que ya está bien y los pulmones que abdicaban. La garganta ha cogido vida propia, independiente de mí, y ha soltado: "Un repecho más y me muero". Y no ha sido uno, sino quinientos. Y mientras, la cadena de Óscar temblaba, el pedalier de Dani se salía de su cuenco y la noche caía sin importarle nada de todo esto. Y yo muerto.

Óscar, una bestia de gemelos descomunales, fue más rápido que la noche. Cinco minutos, más o menos. Por mucho menos se gana un Tour. Se acunaba el sol rojizo en el mar cuando alcanzamos el motorhome. Ya está. Sólo queda contarlo, aunque rápido, de esta manera. Comprendan. Me duelen hasta los ojos. Si hasta me he alegrado de que tener un portátil de estos pequeñitos, con las letras tan juntas para que no se me suban las bolas de los dedos. Son las 12 y cierro. Estos ya han cenado, me toca. Pasta, arroz, el batido… Hidratos, hidratos
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Miedo, ¡quién dijo miedo!



Text: Alain Laiseka
Fotos: Jose Mari Martinez

BILBAO. ¡Qué puñetera es la duda! De veras. ¡Qué puñetera! Asoma ahora, cuando no hay vuelta atrás, cuando ya he posado con el maillot y el culote -Inverse- y las gafas -Adidas- delante del espejo de casa y he comprobado que el negro, que disimula el exceso de equipaje, y quizás por eso, no me sienta del todo mal. Incluso bien, qué carajo. Hasta me he afeitado las piernas. Aparece la puñetera ahora que he avisado en casa de que no estaré en toda la semana, que me voy a París en bicicleta, lo que me ha costado, primero, una explicación concienzuda para evitar cualquier relación entre esa "cosa que se te ha ocurrido ahora" e ir a comprar tabaco, y, segundo, lo que deja en evidencia mi poca capacidad retórica, una cazuela de morros que descansa hermosa en la nevera. Habrán caducado a la vuelta. Espero.

Lo que decía es que cuando he cruzado ya el punto de no retorno -¿no lo hay? ¿De veras?- en la aventura romántica de cubrir el trayecto entre Bilbao y París en bici para homenajear a Vicente Blanco El Cojo cuando se cumple un siglo de su gesta -se fue el deustoarra en aquella época hasta la capital gala para participar en el Tour-, va y me afloran las dudas. Bueno, en realidad, sólo es una: ¿Podré aguantar? Mi hermano, que es tan puñetero o más que las dudas, me ha dicho que eso no es más que miedo. ¿Miedo? ¡Pero qué dice! Si los que hemos nacido en Bilbao no sabemos lo que es eso. ¿Lo tenía El Cojo acaso cuando se retiró en la primera etapa del Tour y se volvió para casa? Pues no, claro que no. Lo que Iurgi, que así se llama mi hermano, quería decir, es que siento respeto. Eso sí. Respeto sí. Pero mucho respeto. Cantidades ingentes de respeto. Montones y montones de respeto. Porque he visto las etapas que ha diseñado Gonzalo Melero, el sobrino biznieto de El Cojo que ha organizado con entusiasmo envidiable todo este tinglau, y me he puesto a temblar. Pero de respeto, ¡eh!

215 kilómetros, 250, 185... Así que para tranquilizarme, decidí llamar el sábado a Óscar y a Dani, amigos de Gonzalo que forman parte de la expedición. Maldita la hora, ja. Resulta que me enteré de que el primero se juntaba "un par de veces al mes" con José Antonio Hermida, el biker de Puigcerdá, entrenando y que el segundo era preparador físico -lo fue de Dani Pedrosa, de Sete Gibernau, de Julián Simón...- practicante, lo que quiere decir que se autoprepara. ¡Qué mie...! Digo ¡qué respeto tan grande!

Y si por teléfono hurgaron aún más en mi intranquilidad, cuando al fin nos hemos conocido, al pie del Palacio Euskalduna donde estaba el Astillero Euskalduna en el que trabajó Vicente Blanco y se quedó cojo de un pie tras un accidente, ha sido peor. Los tres, Gonzalo también, están finos como cuchillos y se les marcan todos los músculos de las piernas no morenas, pero sí tocadas por el sol. Nada que ver con las mías, tan blancas que parezco el representante de leche Ona.

"Mañana mismo -por hoy- habrá que darle leña", ha amenazado Óscar cuando nos hemos juntado para conocernos y meter las cosas, ropa y demás, en el motorhome, un gozada de vehículo que todos soñamos con tener para cumplir los sueños de aventura y libertad. En él dormiremos todos estos días. Lo de darle leña lo ha dicho de vacile. ¿No? Sí, sí, estaba vacilando porque reía mientras lo comentaba. Porque la sonrisa es ese gesto en el que los labios dibujan una media luna, ¿cierto? Se reía, sí. Aunque quizás fuese porque mi respeto se estaba haciendo demasiado notorio -he pensado en autolesionarme, que bajeza, y lo he dicho en alto- y le ha parecido gracioso.

Luego, han tratado de tranquilizarme y han hablado de que vamos a disfrutar, que es de lo que trata la aventura y el homenaje a El Cojo, que no es cuestión de matarse y de que vamos todos juntos a convivir y gozar del paisaje y la experiencia. Ya, ya. Eso dicen todos los ciclisturistas. El paisaje. Claro. Me conozco de sobra ese cuento. Y como no me fío, he obrado en consecuencia. Me he arrimado a Bruno Gargiulo, el conductor del motorhome, con el que he entablado una gran amistad. Vamos, como si nos conociésemos de toda la vida. ¿Verdad Bruno? Mi hermano. Así que cuando no pueda más, antes de quedarme tirado en la cuneta, Bruno sacará la escoba y me recogerá. Ya les contaré.
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dissabte, 15 de maig del 2010

Homenatge a Vicente Blanco "el Cojo"

Enllaç del blog que hem creat amb tot el relacionat amb Vicente Blanco i el repte que ens hem plantejat.
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