dilluns, 24 de maig del 2010

Je suis desolé






Text: Alain Laiseka

JE suis desolé. Pero completamente, además. ¿Las piernas? No, ya no me duelen. ¿Las rodillas? No, el dolor se va mitigando poco a poco. ¿El culo? ¿los hombros?, ¿las plantas de los pies?, ¿alguna rozadura? Que no, nada de eso. Hoy soy persona, pues camino, porque no he tocado la bicicleta, que va metida en su estuche como un Stradivarius, cuidadosamente apoyada en un rincón de este tren que corre como el demonio. En cinco horas baja de París a Irun. Así que en lugar de ventanas, en el TGV, que así se llama el vehículo, hay una exposición de paisajes difuminados que subliman el verde de los campos, el amarillo de las flores, el morado de la lavanda, el marrón de la tierra yerma. Cinco horas. Me he metido en un reproductor de vídeo de los antiguos que rebobina la película a toda velocidad. Cinco horas y la aventura, seis días desde Euskal Herria a París, estará deshecha. En el principio. Por eso estoy desolé.

Reconozco que es una visión apocalíptica. También contradictoria. Ahora echo de menos lo que hace apenas unas horas deseaba: bajarme de la bicicleta, volver a casa. Debe ser cierto que siempre queremos lo que no tenemos.

Gonzalo Melero, el pariente de Vicente Blanco que se reconoce aliviado y henchido en el orgullo tras rendir tributo a su tío bisabuelo, tiene una teoría sobre los retos. Dice que tienen vida. Una vida en tres etapas. La primera es su preparación, que requiere una entrega mental importante y es un ejercicio de paciencia y dedicación sublime; la segunda es el disfrute y padecimiento del reto, y la tercera tiene que ver con el recuerdo, con el rastro que queda en la memoria. Sostiene Melero, que lo mismo escala montañas, que las desciende en snow, o hace rutas en bicicleta, que los retos son eternos porque nunca se olvidan. Éste, el que consistía en seguir las huellas de El Cojo hasta París un siglo después de su gesta, es imborrable para Gonzalo, que viaja a mi lado hacia Bilbao y ha cerrado los ojos ocultos tras los espejos de sus gafas Adidas.

Quizá esté soñando. Y quizás lo haga con que todo vuelve a empezar. Con que en realidad no hemos partido aún. A lo mejor no sabe que recorrimos la costa vasca de punta a punta en un lunes brillante, pleno de luz, que vimos extinguirse poco a poco desde la atalaya de Jaizkibel. O que anduvimos por Las Landas malencarados, golpeados por el viento de cara y azotados por la monotonía. O que nos perdimos en Burdeos, donde se nos echó la noche encima porque al maldito GPS se le cruzaron los cables y tuvo que ser Óscar, una brújula vestido de ciclista, el que nos llevara hasta la autocaravana en la más absoluta penumbra. Puede ser que sueñe que aún está por dejar atrás los viñedos que cubren la tierra en Burdeos. O que quizás encontremos en el camino un bar con solera donde comer queso y pan e hidratarse y escuchar las historias que cuentan sus paredes. O que en la aventura puede que el físico se resienta, que fallen las rodillas, los tendones, las rozaduras se conviertan en un martirio, y las piernas se descubran débiles en el peor momento. ¿Recordará en sueños los campos, el olor a hierba recién cortada, el aire lleno de lavanda, las flores, su color? ¿Y las noches en torno a la mesa de la autocaravana? ¿Y el regreso de El Cojo a París? La visita a L"Equipe, la pancarta a los pies de la Torre Eiffel y aquel gritó ensordecedor: "Ahora sí, El Cojo ha vuelto a París". ¡Qué experiencia tan alucinante!

Por la ventana siguen pasando la exposición de paisajes difuminados. Óscar, Dani y Bruno deben estar ya cerca de Tolouse, camino de Puigcerdá, de casa. En unas horas esté tren desembarcará en Euskadi. La cinta estará rebobinada. La sacaremos, la meteremos en su caja y al archivo. ¡Qué pena! Je suis desolé. Volver a casa, volver al trabajo en la redacción.

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