dilluns, 24 de maig del 2010

El Cojo ya está en París



Text : Alain Laiseka

PASAN unos minutos de las 17.00 horas. Suda París, hierve la Torre Eiffel, su perímetro, que es un enjambre. Hay unos chicos bailando break dance junto a una de las patas de hierro. Han llamado la atención y creado un corro de entusiastas que mueven la cadera en el filo de la timidez. Los chicos bailan sobre una sábana. Al abrigo de otra pata hay un mimo triste que no se mueve. Nadie le da cuerda. A sus pies, su sábana está vacía. Es un mimo que aspira a estatua. En el centro revolotean como palomas los vendedores ambulantes. Ofrecen recuerdos de los que acaban olvidados en alguna caja del trastero. Bajo la mole de hierro cabe todo: la gente paciente haciendo cola, los soldados de paseo, los amantes apretujados sobre el césped, un tiovivo de caballitos autómatas, una heladería que reparte tiritas contra el calor y, al fondo, lejos del barullo, cuatro tipos en bicicleta. Uno es Gonzalo Melero Blanco, el sobrino biznieto de Vicente Blanco, que desprende la cinta aislante, comienza a desenroscar una pancarta y cuando finaliza y muestra la fotografía de su pariente en bicicleta exhala un suspiro que libera una frase que lleva dos años, desde que se propuso homenajear a El Cojo en el centenario de su gesta, esperando ser dicha: "Ahora sí, El Cojo ya está en París".

El instante es de un voltaje enorme. Intenso es el apretón de manos; intenso, el abrazo; intensa, la exaltación a la sombra de la Torre Eiffel; intenso, el sentimiento que puede más que el dolor de la rodilla, de las piernas, de cualquier músculo; intensa, la garganta de Gonzalo, que tiembla dando las gracias por el viaje, la aventura, por acompañarle a seguir la huella de su tío bisabuelo, mientras se seca con las mangas el sudor que recorre sus mejillas. Es el final del camino. ¿Final? "No", dice Dani, y su sentencia es una erupción emocional: "Este viaje no acabará nunca porque lo recordaremos siempre". Así de intenso es el momento que condensa un siglo. Que une dos días. Que los funde.

Así que ya no es 22 ni mayo ni 2010, sino 2, julio y 1910. Sigue haciendo calor, la Torre Eiffel está en el mismo lugar, como el tiovivo y los enamorados que pasean comedida su pasión. Pero no hay bailarines ni pájaros de plástico ni figuritas que olvidar en el trastero. París es el eje de Europa. Estudio de artistas que desvarían. Cuna de lo transgresor. Meca de unos tipos que cada año desde 1903 parten en bicicleta para dar la vuelta a Francia, al encuentro de la muerte, dicen ellos. "¿Por qué lo hacéis?", les preguntan entonces. No responden. Sonríen y dan pedales. Hacia la muerte. Todos les tienen por locos. ¿Acaso no lo son? ¿Valientes? Pues eso. A ese París llega el 2 de julio un tipo demacrado, en ruinas, un saco de huesos que arrastra un trozo de hierro que pareciera que alguna vez fue una bicicleta. Es Vicente Blanco, El Cojo, que pedalea desde Bilbao a la capital gala para correr el Tour de Francia. Llega un día antes. Tiene prisa. Se tiene que inscribir en la redacción del diario L"Auto. ¿Dónde está eso? Mira el amasijo de tubos que porta y decide ir a la fábrica de bicicletas Alcyon. Allí encuentra lo que necesita: un amigo. Es Joaquín Rubio, un español que trabaja en la empresa, que le alimenta, le deja una bicicleta y le acompaña a coger su dorsal: el 55. Es un issolé. Ciclistas que corren desnudos. El sello de la aventura. Al día siguiente sale hacia Roubaix, 272 kilómetros entre el polvo que desprenden los caminos de piedra.

Para, para, para. ¿Cómo que al día siguiente sale? ¿A correr? ¿En bicicleta? ¿Pero cómo? No me lo explico. Si a mí me duelen hasta las pestañas, si los últimos 30 kilómetros, planos todos, muchos en ciudad, los he hecho reptando, con las rodillas colgando y las piernas temblando. No he respirado, no he dicho ya está, llegamos, c"est finí, hasta que hemos encontrado la redacción de L"Equipe, ha bajado Barbara, redactora de deportes, un encanto, y Gonzalo le ha entregado el libro con las memorias de El Cojo. Finalizó la miseria. Lo celebramos a lo grande: en Pronto Pizza, un garito de cuatro metros cuadrados. Cogemos cuatro pizzas con todo. Dos son de regalo. Dani, Gonzalo y yo comemos; Óscar engulle. Dos kilos de pasta al estómago. "¿No queréis postre, verdad?". Se jama dos mousse de chocolate, el tío.

Acabamos aceptando que El Cojo corrió aquella etapa. Eran otros tiempos. Eran otros ciclistas. Corrió y llegó fuera de control. "No se puede con esas bestias bien alimentadas", esgrimió. Óscar, por ejemplo, no tendría disculpa. "¿Pero cómo volvió?". Siguen las preguntas. Ahora es Dani. Los hombros se encogen. Las miradas no tienen garganta. Vamos los cuatro en el tren de vuelta al camping. No hay fuerza para más. Ni ánimo. La última traca fue aquel momento intenso de la Torre Eiffel. Va cayendo la tarde. Gonzalo ha llamado a su aitite, Jesús, el sobrino de El Cojo que pregonaba siempre que su tío había sido un gran campeón. "Ya hemos llegado a París". "Muchísimas gracias". Aitite, al otro lado, se ha emocionado. Hay cosas que no hace falta escuchar. Lo cuenta todo el rostro de su nieto.

¿Cómo haría para correr aquella etapa del Tour después del palizón y volver luego a casa con la bicicleta destrozada? La mía está bien. Se ha portado. Sólo tiene una herida en la maneta derecha de una pequeña caída el cuarto día. Nada más. Yo soy un saco de escombros que mira las casas pasar por la ventanilla del tren. Pienso en El Cojo. ¿De qué pasta estaba hecho? Ni loco correría mañana una etapa. Ni del Tour ni de nada. Me piro a Bilbao. ¿En bici? Sí, hombre.

2 comentaris:

  1. Sou uns fenòmens tios.
    Enhorabona per la vostra gesta i per l'homenatge al Cjo.

    Salut.

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  2. Gràcies nano! A veure si et deixes veure més el pel, que no et coneixeré! tant formatge se't ficará cara de rata!!

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